Bastante más sobrio que sus antecesores, sobrino de Constantino el Grande, Flavio Claudio Juliano intentó sanear la economía imperial reduciendo el número de servidores de palacio y reduciendo el ceremonial de la fastuosa corte. El apodo Apóstata, por el que es conocido desde la Antigüedad, lo debe a sus intentos por restaurar el culto a los dioses griegos (bastante denostado desde el mandato de su insigne tío), frente al monopolizante y sectario Cristianismo impuesto por la dinastía Flavia. Hábilmente, enfrentó a las dos facciones cristianas predominantes, arrianos i anastasianos, con el fin de llevarlos a la destrucción mutua y conseguir que el descrédito ante sus conciudadanos convenciese a estos de los beneficios de la religión helenista cosa que, como la historia nos ha enseñado, no consiguió.
Para una mayor comprensión del Cristianismo, buscó en los archivos de Roma informes sobre la vida del “joven rabino”, aunque no los halló, ya que su supuesto defensor, Constantino, había mandado destruirlos con el fin de crear un relato acorde con sus intereses.
No obstante, y a pesar de su amplitud de miras, Juliano llegó a creer que la decisión de ejecutar al “sacerdote judío renovador” fue acertada, en tanto en cuanto suponía un peligro para el poder romano.
Empero, el declive de Juliano le sobrevino desde el momento en que se creyó sucesor del gran Alejandro y, en lugar de aceptar la paz con su ancestral enemigo, Persia, arrastró a sus fatigadas tropas por Oriente, con el fin de conquistar la India y convertirse así en el dueño de la mayor parte del mundo conocido en sus tiempos.
Mucho más encontraréis en la novela sobre este peculiar emperador y el tiempo que le tocó vivir.
Gore Vidal presenta una imagen bastante veraz de Imperio Romano en el apogeo de su esplendor, aunque acuciado ya por los que, un siglo más tarde, contribuirían a su destrucción.